El Faraón continuó mirando la vasta sala rodeada de columnas desde su trono de oro y lapislazuli. Otros Reyes de Khemri decidieron ser enterrados en suntuosos sarcofagos, pero no él. El poderoso Sotrastis, señor de los Oasis, Amo del Desierto, Luz de la Mañana, Estrella de la Noche, Señor del Horizonte. Él, no. Cuando vió que el fin de su existencia mortal se acercaba, ordeno que lo embalsamaran sentado en su trono, por encima de todo lo que le rodeaba, controlando, guiando, liderando. Y así había continuado durante siglos. O milenios. El tiempo se pierde en los días sin luz del Mausoleo, desde que la arena cubrió sus escasas ventanas y el desierto se apoderó del majestuoso edificio.
Pero el Faraón no necesitaba ver para sentir a sus fieles súbditos a sus pies. Podía percibir perfectamente como, más allá de los últimos escalones de su dorado trono, filas y filas de orgullosos guerreros se alineaban en perfecta disciplina, dispuestos a volver a luchar por su señor en cuanto éste lo ordenase. Y más allá, al fondo de la sala, el Faraón notaba la presencia de las legiones de carros que lo hicieron invicto general eras atrás...
... eras atrás, cuando la sangre fluía por sus venas, cuando aún podía confiar en los vivos. Cuando aún podía confiar en Ammotep, Sumo Sacerdote... El monarca podía recordad con claridad los días brillantes bajo el sol del desierto. Las grandes construcciones de piedra que imortalizarían su leyenda, creciendo bajo las ordenes de Debnet, su Arquitecto. Las gloriosas esfinges que vigilarían los caminos a de Reino, los Ushabti que costodiarían los caminos a su Palacio. Los Palacios, los Templos, los mercados, los colegios, hospitales. Hasta la más humilde de las casas de los más humildes siervos relucía recubierta de mármol. Las riquezas fluían por todo el Reino de Sotrastis, el Bueno, el Generoso, El que Ama a su Pueblo. Porque el Faraón sabía que, si su pueblo era rico, cúanto más podría sentirse él cuando ellos lo alabaran por su riqueza. ¿Y no era él su pueblo y su pueblo, él?. Y con un Arquitecto como Debnet, para quien cada piedra era una futura escultura, cada trozo de suelo un futuro edificio, cada casa un posible Palacio; cada Palacio un Templo; cada Templo, un reto a su ingenio... Debnet, que le pidió que detuviera el Sol para tener más tiempo para realizar sus creaciones. Cómo no permitirle que hiciera a su Reino aún más hermoso. El Faraón se preguntó dónde se encontraría ahora. Al contrario que sus fieles subditos, levantados por el Gran Ritual y atados a su voluntad, el Arquitecto Real continua vivo, bajo los encantos y hechizos de la vida inmortal que lo convirtieron en un muerto en vida. Los encantamientos de su Gran Sacerdote. Los encantamientos del mil veces maldito Ammotep.
El Faraón recordaba, grabado en su mente, hasta el último detalle de la vida del que fue su favorito. Como puedo ser tan ciego. ¿O quizás no hubo engaño?. Quizás el Sacerdote Funerario fue realmente un sincero compañero de juegos en la juventud, un fiel aliado en la madurez y un leal consejero para con su Faraón. Hasta que el alma se le pudrió más rápido que su cuerpo. Sí. El Faraón prefería pensar así. Prefería creer que fue el miedo al Final Eterno lo que perturvó la mente del que fuese su amigo. El miedo a la muerte lo que le llevó a utilizar las riquezas del Reino para la búsqueda de la vida eterna. Lo que le llevó a verter palabras envenenadas en los oidos de su señor. Sotrastis también sintió el terror al vacio infinito y apoyó los estudios de su, creía, fiel amigo. El Faraón recordó el espanto que sintió al saber de los macabros experimentos que Ammotep estaba realizando con su amado pueblo y la impotencia que sintió al descubrir que ya era demasiado tarde. Que no solo las palabras de su Sacerdote estaban envenenadas, sino también su propia comida... Por fortuna la agonía fue corta aunque dolorosa. Tras varios días de penares atroces, el cuerpo físico del Faraón se derrumbó, y Ammotep comenzó los rituales de embalsamamiento del Faraón. Sostratis aún se sorprendia de poder recordar todo lo que ocurrió tras su muerte. Aún se preguntaba si realmente murió o el veneno de Ammotep era más cruel y retorcido de lo que parecia. Pero lo cierto es que podía recordar como sus visceras eran colocadas en las vasijas sagradas, como su cuerpo era sumergido en las sustancias que conservarían sus carnes y como era trasladado a su Mausoleo y sentado en su trono eterno. Pero lo que ardenría para siempre en el corazón del Faraón eran las palabras del Hechizo con el que el Sacerdote Funerario había sellado el Mausoleo... "Ni músculo ni magia abrirán este lugar...". Y después, la oscuridad...
...Hasta el gran despertar, cuando él y todos sus subditos volvieron a ser conscientes del mundo. Y de que no podían salir del Mausoleo. El Faraón llamó con su voluntad a los subditos que sabía se habían levantado también fuera de la tumba del Faraón. Pero las puertas permanecieron selladas. Y los años empezaron a pasar. Y el Mausoleo quedó enterrado y olvidado por las arenas del desierto. Hasta que las leyendas y los buscadores de leyendas volvieron a desenterrar caminos hasta el Faraón. Pero ni los desorganizados orcos ni los brutales ogros, con la fuerza de diez humanos consiguieron abrir sus puertas. Ni siquiera los poderosos magos Elfos, Oscuros o brillantes, consiguieron hacer mella en el pulido mármol. "Ni músculo no mágia...". Incluso los extraños seres-rata, con sus mezclas de maquinás y mágia tuvieron ninguna opción... Nada podía romper el sello de Ammotep... O casi nada. Una raza de pequeños y robustos seres, aferrados a la roca y tozudos e inamovibles como ésta, habían cruzado los áridos desiertos en busca de los tesoros de los Faraones, derrotando sus instintos naturales, nacidos en vastos y oscuros salones de roca, con su mayor ansia de oro y metales preciosos. Y con ellos, llegaba una nueva fuerza en el mundo. Ni músculo ni magia. Arena negra con la fuerza de mil hombre. "Pólvora", le susurraron sus subditos al paciente Faraón...
... Drugar FuegoRápido asomó la cabeza por el hueco de la entrada en cuanto los últimos restos de humo de la explosión se hubieron deshilachado con la brisa del desierto. Su lampara y sus ojos, felices de volver a la oscuridad después de tantos días de sol enceguecedor se enfocaron en seguida en el trono dorado del fondo de la sala, casi sin apreciar las innumerables filas de esqueletos, que, colocados en perfecto orden, parecieran hacer una guardia eterna sobre su señor. Drugar se acercó lentamente al Faraón. Y si no fuera imposible, habría jurado que la momia sonreía...
... eras atrás, cuando la sangre fluía por sus venas, cuando aún podía confiar en los vivos. Cuando aún podía confiar en Ammotep, Sumo Sacerdote... El monarca podía recordad con claridad los días brillantes bajo el sol del desierto. Las grandes construcciones de piedra que imortalizarían su leyenda, creciendo bajo las ordenes de Debnet, su Arquitecto. Las gloriosas esfinges que vigilarían los caminos a de Reino, los Ushabti que costodiarían los caminos a su Palacio. Los Palacios, los Templos, los mercados, los colegios, hospitales. Hasta la más humilde de las casas de los más humildes siervos relucía recubierta de mármol. Las riquezas fluían por todo el Reino de Sotrastis, el Bueno, el Generoso, El que Ama a su Pueblo. Porque el Faraón sabía que, si su pueblo era rico, cúanto más podría sentirse él cuando ellos lo alabaran por su riqueza. ¿Y no era él su pueblo y su pueblo, él?. Y con un Arquitecto como Debnet, para quien cada piedra era una futura escultura, cada trozo de suelo un futuro edificio, cada casa un posible Palacio; cada Palacio un Templo; cada Templo, un reto a su ingenio... Debnet, que le pidió que detuviera el Sol para tener más tiempo para realizar sus creaciones. Cómo no permitirle que hiciera a su Reino aún más hermoso. El Faraón se preguntó dónde se encontraría ahora. Al contrario que sus fieles subditos, levantados por el Gran Ritual y atados a su voluntad, el Arquitecto Real continua vivo, bajo los encantos y hechizos de la vida inmortal que lo convirtieron en un muerto en vida. Los encantamientos de su Gran Sacerdote. Los encantamientos del mil veces maldito Ammotep.
El Faraón recordaba, grabado en su mente, hasta el último detalle de la vida del que fue su favorito. Como puedo ser tan ciego. ¿O quizás no hubo engaño?. Quizás el Sacerdote Funerario fue realmente un sincero compañero de juegos en la juventud, un fiel aliado en la madurez y un leal consejero para con su Faraón. Hasta que el alma se le pudrió más rápido que su cuerpo. Sí. El Faraón prefería pensar así. Prefería creer que fue el miedo al Final Eterno lo que perturvó la mente del que fuese su amigo. El miedo a la muerte lo que le llevó a utilizar las riquezas del Reino para la búsqueda de la vida eterna. Lo que le llevó a verter palabras envenenadas en los oidos de su señor. Sotrastis también sintió el terror al vacio infinito y apoyó los estudios de su, creía, fiel amigo. El Faraón recordó el espanto que sintió al saber de los macabros experimentos que Ammotep estaba realizando con su amado pueblo y la impotencia que sintió al descubrir que ya era demasiado tarde. Que no solo las palabras de su Sacerdote estaban envenenadas, sino también su propia comida... Por fortuna la agonía fue corta aunque dolorosa. Tras varios días de penares atroces, el cuerpo físico del Faraón se derrumbó, y Ammotep comenzó los rituales de embalsamamiento del Faraón. Sostratis aún se sorprendia de poder recordar todo lo que ocurrió tras su muerte. Aún se preguntaba si realmente murió o el veneno de Ammotep era más cruel y retorcido de lo que parecia. Pero lo cierto es que podía recordar como sus visceras eran colocadas en las vasijas sagradas, como su cuerpo era sumergido en las sustancias que conservarían sus carnes y como era trasladado a su Mausoleo y sentado en su trono eterno. Pero lo que ardenría para siempre en el corazón del Faraón eran las palabras del Hechizo con el que el Sacerdote Funerario había sellado el Mausoleo... "Ni músculo ni magia abrirán este lugar...". Y después, la oscuridad...
...Hasta el gran despertar, cuando él y todos sus subditos volvieron a ser conscientes del mundo. Y de que no podían salir del Mausoleo. El Faraón llamó con su voluntad a los subditos que sabía se habían levantado también fuera de la tumba del Faraón. Pero las puertas permanecieron selladas. Y los años empezaron a pasar. Y el Mausoleo quedó enterrado y olvidado por las arenas del desierto. Hasta que las leyendas y los buscadores de leyendas volvieron a desenterrar caminos hasta el Faraón. Pero ni los desorganizados orcos ni los brutales ogros, con la fuerza de diez humanos consiguieron abrir sus puertas. Ni siquiera los poderosos magos Elfos, Oscuros o brillantes, consiguieron hacer mella en el pulido mármol. "Ni músculo no mágia...". Incluso los extraños seres-rata, con sus mezclas de maquinás y mágia tuvieron ninguna opción... Nada podía romper el sello de Ammotep... O casi nada. Una raza de pequeños y robustos seres, aferrados a la roca y tozudos e inamovibles como ésta, habían cruzado los áridos desiertos en busca de los tesoros de los Faraones, derrotando sus instintos naturales, nacidos en vastos y oscuros salones de roca, con su mayor ansia de oro y metales preciosos. Y con ellos, llegaba una nueva fuerza en el mundo. Ni músculo ni magia. Arena negra con la fuerza de mil hombre. "Pólvora", le susurraron sus subditos al paciente Faraón...
... Drugar FuegoRápido asomó la cabeza por el hueco de la entrada en cuanto los últimos restos de humo de la explosión se hubieron deshilachado con la brisa del desierto. Su lampara y sus ojos, felices de volver a la oscuridad después de tantos días de sol enceguecedor se enfocaron en seguida en el trono dorado del fondo de la sala, casi sin apreciar las innumerables filas de esqueletos, que, colocados en perfecto orden, parecieran hacer una guardia eterna sobre su señor. Drugar se acercó lentamente al Faraón. Y si no fuera imposible, habría jurado que la momia sonreía...