jueves, 12 de julio de 2012

Warhammer: El ansia


El Caballero volvió a sentarse frente al fuego tras remover las brasas, no en busca de un calor que nunca había calentado su fría sangre, sino por el mero placer de contemplar los rojos rescoldos y el rastro de las pequeñas chispas que se movían caóticamente arrastradas por el viento.

La mente del Caballero, cuyo nombre se había perdido a lo largos de los siglos de su existencia, viajó, como venía haciendo últimamente, a un pasado remoto. Un pasado en el que su corazón aún bombeaba sangre a su joven cuerpo. A aquel de niño que se acaloraba tras una carrera por el mercado de su pueblo, huyendo de las pandillas de niños mayores que, a lo largo de toda la historia, han martirizado a los más pequeños que ellos por la mera razón de haber sido igualmente martirizados cuando su tamaño no era el adecuado. El Caballero podía recordar perfectamente el momento en el que decidió no dejarse doblegar más por los matones. El momento en que se enfrentó a ellos armado con una cuerda, muchas piedras y su ingenio. Su primera gran victoria. Y no la última.

Desgraciadamente, a sus padres no le pareció gloriosa su victoria. Pero qué era una paliza más después de una borrachera, otra noche más encerrado en ese sucio y apestoso sotano, otro mes más deslomándose en los campos, a cambio de los restos que dejaban sus padres tras cada comida. No eran más que una gota de lluvia. Pero gotas que se acumulaban en su alma. Hasta que el que sería el Caballero dijo basta. Y juntando sus escasas pertenencias, apenas un atillo, aquel muchacho, poco más que un niño, abandonó su granja sin mirar atrás. Los años que siguieron fueron duros. Mucho frío, poca comida. Robando y siendo robado. Siempre escondido, siempre en guardia. Y un día decidió que no podía vivir supeditado al caprichoso destino. Y que si iba a vivir esquivando a la Muerte, mejor que le pagaran por ello. Y entró en el Ejercito.

El Caballero echó un par de gruesas ramas a la hoguera, mientras seguía rememorando tiempos lejanos. El ejercito no fue un mal sitio. El mantenerse vivo ocupaba sus días y lo volvía fuerte, de mente y cuerpo. Luchó en tierras lejanas y luchó contra seres extraños. Vió cosas horribles, hasta que la rutina mató el horror. Mató y estuvo a punto de morir. Y siempre bajo las ordenes de superiores, unos mejores que otros, pero todos imponiendo su disciplina y su voluntad sin dejar hueco a las opiniones de sus subordinados. El Caballero aguantó más de lo que podía haber esperado, acatando ordenes estúpidas, soportando insultos de inútiles incapaces...pero pronto recordó que su camino hasta allí había comenzado por no doblegarse a la voluntad de nadie. Y decidió ascender en la jerarquía del ejercito.

Existían dos caminos para ello, pero uno consistita en más humillación, sometimiento y limosna de favores. Y para el joven soldado, tan importante era el objetivo como el camino. Así que optó por el segundo camino. El peligroso, el suicida. Pero aquel del que no se arrepentiría. De manera que, desde que tomó su decisión, el futuro Caballero fue presentándose voluntario a toda aquella misión que, de extremo peligrosa, se ofreciera con la recompensa de un ascenso. Y para sorpresa, envidia e ira de muchos de sus superiores, fue sobreviviendo a todas ellas y, tras varios años, alcanzó el grado de General, con un ejercito bajo su mando.
El Caballero se sentó de espaldas al fuego, aunque sabía que sus ojos eran capaces de pasar del fuego del sol a las tinieblas del centro de infierno en un parpadeo y sin ningún deslumbramiento. Continuó perdido en el mar de sus recuerdos y en la decepción que le supuso descubrir que, por encima del más alto mando militar, se encontraban los nobles y gobernadores que, en el fondo, eran los que desde sus mullidos sillones mandaban a sus siervos a morir y a matar. Así que, fiel a su juramento, decidió pertenecer a la nobleza. Pero por primera vez desde que alzó su mano contra niñatos matones, descubrió que sus actos, su fuerza, su voluntad, no eran suficientes para elevarse sobre los que intentaban imponérsele. En esta ocasión, la valia de cada cual solo se medía en terminos de sangre, y con ésta, solo se podía nacer... o contraer matrimonio.

De esta forma, el Caballero buscó y encontró a la mejor candidata. Una hija de Marqueses, atraída por el misterioso y valeroso general de aventurera vida. Más difícil fue convencer a los padres de la dama, pero el dinero ablanda voluntades de nobles con largo linaje y corta bolsa. Y la fortuna amasada por el Caballero empezaba a ser legendaria. La boda se celebró, el General fue Marqués y todo siguió igual. Hasta que todo cambió.

Porque el Caballero pronto descubrió que la Nobleza no estaba en lo alto de la escala social. Pronto descubrió que seguía siendo supeditada a algo más. Protocolos, deberes... y algo que regía tras ellos, conocidos por todos pero no nombrados y libres de cualquier sumisión. Y sorprendentemente para él, fue su por lo general ignorada esposa la que le puso en contacto con ellos. La Aristocracia Eterna. Los Inmortales. Los Vampiros.

El Caballero paso rapidamente por los recuerdos de todo lo que tuvo que relizar en su iniciación. Las humillaciones, los sacrificios... incluida su esposa, pero sobre todo su orgullo, para conseguir el Beso de Sangre. Para conseguir la inmortalidad y el poder. Para gobernar sobre los humanos y no arrodillarse jamás.

Sin embargo, aun quedaba un cabo suelto. El Clan. Su Maestro. Todavía debía obediencia a alguien. No era libre. Pero, sonrió para sí el Caballero, este fue el cabo más fácil de cortar. Al fin y al cabo, ya había cortado más de una cabeza en sus años de soldado...

Como Vampiro sin clan, el Caballero se sentía libre. Al fin había conseguido su deseo. Finalmente, él era su propio amo y señor. Timonel de su destino. ¡Qué equivocado estaba!. Pues jamás se encontró más atado ni esclavo que al sentir en ansia de sangre. La necesidad de buscar alimento. De salir a cazar. De contentarse con cualquier charco de sangre sólo para poder aguantar hasta el próximo ataque del hambre...Largos años pasaron, años que la inmortalidad estiraron aún más. Hasta que tuvo conocimiento de los Dragones Sangrientos. Y de su promesa. La Sangre de Dragón y el fin del ansia.

Aún más años pasaron hasta que consiguió su objetivo. Y bañado en su sangre y la de su víctima, un gran dragón negro, bebió hasta saciarse, hasta agotar su ansia y ser por fin realmente libre.

El Caballero se levantó y apagó los rescoldos de la hoguera mientras las primeras luces del amanecer asomaban sobre los arboles. Libre hasta que ocurra cualquier cosa que le haga sentirse atrapado. Un combate, un favor no pedido, el Sol... Porque ese fue siempre su enemigo, comprendió. Esa busqueda de sentirse libre. Esa obligación de sentirse libre. Esa obsesión lo mantenía tan atado como los pandilleros, sargentos, nobles y vampiros. Él era su mayor opresor. Hoy, aquí y ahora, decidió. Es donde vivo y viviré el resto de mis infinitos días. Y hoy, aquí y ahora, disfrutaré de existir.

Y echándose al hombro sus pocas pertenencias, se encaminó hacia una cueva, para tener su sueño diurno, sin importarle lo que trajera la noche venidera.