El caballero acabó de limpiar a su fiel montura y, tras dejarlo alimentándose con el espeso follaje que cubría el bosque, comenzó a preparar una hoguera para calentar la exigua caza que había logrado ese día. Sin embargo, apenas conseguidas una tristes llamas que luchaban por crecer en la fría y húmeda noche que empezaba a caer, tuvo que detenerse. La herida del costado se le había vuelto a abrir y las vendas rápidamente se empaparon de sangre. Con la paciencia y la seguridad que da la experiencia, el caballero se retiró la armadura y descubrió el tajo que hacía varios días le había infligido la sierpe gigante. Retiró los restos del cataplasma de hierbas que se había puesto y se preparó uno nuevo con las plantas que había ido recogiendo a lo largo del camino. Sin embargo, cada vez tenía menos confianza en la curación. La herida debería haber comenzado a cicatrizar ya, pero se veía exactamente tan reciente como cuando la bestia clavó sus colmillos en él, atravesando armadura, malla, carne y hueso. Posiblemente el engendro poseía algún tipo de veneno en sus fauces y, aunque el caballero había limpiado concienzudamente la herida, el tiempo necesario para acabar con la sierpe y cortarle la cabeza probablemente permitió al veneno a entrar en su organismo.
Concluida la cura, el caballero regresó a su lucha con la
hoguera, consiguiendo por fin el calor necesario para calentar la cena.
Satisfechas las necesidades primarias, volvió a hundirse en los recuerdos de
los últimos días. La sierpe no había sido más que otro monstruo en la
interminable lista que había cubierto su búsqueda del Grial. Aun podía recordar
hasta el más mínimo detalle de día en que informó a su padre sobre sus intenciones
de emprender la búsqueda. Tercer hijo de un noble menor, su progenitor casi se
sintió satisfecho de que su hijo, al que poco podía dejar en herencia, hubiera
decidido embarcarse en tan honorable aventura. Solo dos resultados podían
existir al final del camino: una honorable muerte en combate contra los males
del mundo o el premio final del Grial y su entrada en la más alta Orden de
Caballeros. Lo que su padre no sabía en aquel momento es que las motivaciones
de su hijo se encontraban bastante lejos de ser tan honorables pues, básicamente,
solo ansiaba huir de un hogar donde no le esperaba ningún futuro más que
soportar a su hermano Marcus, heredero de su padre o los sermones de Guido, su
otro hermano, dedicado en cuerpo y alma a la propagación de la fe.
El caballero pensó en los giros y vueltas que conlleva la
existencia al recordar a sus hermanos. Con el paso del tiempo, sus sentimientos
hacia ellos habían cambiado por completo. Guido pasó largos años recorriendo
todo el Reino ayudando a los pobres e intentando enseñar la caridad y la humildad a los nobles menos devotos.
Lógicamente esto le trajo múltiples problemas y, aunque jamás lo supo, más de
una vez fue ayudado su hermano a escapar de ellos. Hacía
tres años que finalmente se había embarcado hacia las tierras del Nuevo Mundo
con la intención de llevar sus creencias hasta los paganos e incluso hasta los seres
inhumanos que habitaban en aquellos parajes. El caballero no tenía noticias
desde entonces. Deseaba que su bonachón hermano viviera feliz, pero no se
engañaba. Las probabilidades de que un naufragio, un abordaje de piratas o que
alguna enfermedad tropical o cualquier monstruo de sangre fría hubieran acabado
con el clérigo, eran mucho mayores que las de un final feliz.
Por su parte, Marcus heredó las tierras de su padre tras la
muerte de éste. En seguida, varios nobles avariciosos intentaron arrebatarle sus
posesiones apelando a historias familiares inventadas y calumnias falsas.
Marcus se defendió con bravura y se ganó el respeto y el amor de sus súbditos,
lo que al final le valió la victoria y la frágil paz en la que se encontraba
desde entonces. Y también el respeto y el aprecio de su hermano, el caballero
errante. Siempre había estado pendiente de sus hermanos en su deambular, pues,
realmente, tampoco sabía cómo encaminar su búsqueda, y ayudar a su familia y súbditos,
aunque fuera de forma anónima le parecía una forma tan buena como cualquier
otra. Sin embargo, tras la desaparición de Guido y en afianzamiento de Marcus
en su puesto, el caballero decidió que era hora de ampliar sus horizontes.
Se unió a varios caballeros andantes en su deambular en la
búsqueda del Grial y aprendió grandes cosas de éstos. Aprendió que el Grial aparecía a aquellos que habían realizado grandes proezas. Que nunca
debían rechazar un reto, sino que, de hecho, debería buscarlos. Que no había
mejor camino que defender a los desvalidos e indefensos de los grandes
monstruos que los acechaban. Entrenó con los más fuertes, escuchó a los más
sabios y se ganó la gratitud de muchos
aldeanos venciendo a monstruos aterradores. Poco a poco, el Grial fue quedando
atrás en sus pensamientos y su camino se fue centrando en buscar el siguiente
reto y ayudar a hacer el mundo un poco más pacífico y tranquilo para aquellos
que menos tienen.
Un dolor en su costado le retornó de sus recuerdos. La
herida no mejoraba y casi había perdido la consciencia sin darse cuenta. Pensó
que no era una forma mala de morir. Que no le importaba no haber hallado el
Grial, pues había tenido una buena vida, una vida útil. Sus ojos ya se cerraban
cuando escuchó una voz. No distinguió las palabras, pero sabía que lo llamaban.
Con sus últimas fuerzas, se arrastró hasta una poza que un pequeño río
formaba en un recodo. La voz provenía indudablemente de allí. A punto de
agonizar de dolor, el caballero se asomó a las aguas. Allí, al fondo de la
poza, una hermosa dama, los cabellos negros como la noche, la piel pálida como
la luna y los ojos, como el cielo de primavera, le sonreía. Y en sus manos, un
Grial resplandecía.