Las campanas del pueblo comenzaron a repicar con fuerza. Robert apenas se sobresaltó. Desde que tenía uso de razón, su aldea había sufrido ataques de las criaturas del bosque tantas veces que no distinguía una de otras. Y siempre, año tras año, la noche del Solsticio de Invierno, la noche más larga, un ejercito enorme, como si todas las bestias celebraran alguna demoniaca festividad, se reunía para lanzar un asalto. El número y diversidad de monstruos era inconmensurable, pero, el hecho de que la aldea pudiera prepararse para la defensa y de que las propias bestias parecieran no tomarse muy en serio la batalla, ayudaban a que las bajas y la destrucción fuesen menores de lo esperado. Mayor pánico le producían a Robert los ataques sorpresivos que realizaban a lo largo del año. Grupos pequeños, partidas de caza, pero que podían atacar en cualquier momento y en cualquier lugar. Cuando se iba al arroyo por agua, al bosque por leña, mientras se cultivaba la tierra para extraerle la mísera cosecha que suponía su sustento. Incluso alguna vez, algún vecino había sido arracado de su cama mientras dormía, sin que nadie más se percatara del rapto.
Como el año anterior, Robert divisó primero a la vanguardia de Un-gors avanzando sobre los últimos árboles del bosque que rodeaba la aldea. Sabía que de momento no eran los más peligrosos. Sus pequeños arcos y lanzas necesitaban estar mucho más cerca para ser una amenaza. Más peligrosos eran los Centi-gors. Estos engendros, centauros bestiales, podían recorrer la distancia entre el bosque y la aldea en menos tiempo del que cualquier campesino necesitaba para apuntar su arco y disparar. Por fortuna, en el ataque del Solsticio, los Centi-gors iban tan borrachos que muchas veces tropezaban con sus propias patas y caían al suelo entre las risas guturales de sus compañeros.
En seguida apareció el cuerpo principal del la manada. Cientos de Gors junto a algunas decenas de acorazados Besti-gors, la élite de su raza. Si existía entre los hombres bestia algún atisbo de marcialidad y razocinio estratégico, este se encontraba en los Besti-gors, lo que unido a su fuerza animal los hacían los más peligrosos en el asalto de la noche. Robert tocó instintivamente el pomo de su espada (realmente un cuchillo largo de cocina modificado). El deseo de todos era que no se llegara al cuerpo a cuerpo. Que la manada chocara con la lluvia de flechas que pensaban lanzarles, se bloqueara con las zanjas y estacas que sembraban los alrededores de la aldea y que, con el amanecer, y cumplido el rito que siguieran por el Solsticio, regresaran al bosque. Ese era el deseo. Robert nunca lo había visto cumplido y esta vez, además, tenía un mal pálpito.
Los peores temores del campesino se cumplieron cuando una extraña niebla de tonalidades verdosas comenzó a extenderse desde el bosque. Un chamán de las bestias acudía con la manada. Robert ya había visto a uno de estos extraños hechiceros varios años atrás. Sus brujerías habían vuelto loco a Patrick, un campechano panadero que había atacado a bocados a sus compañeros y fue visto por última vez brincando tras la manada de regreso al bosque. Robert maldijo a la capital por no enviarles un hechicero residente. Según los ricachones de la ciudad, no se podían permitir mantener un mago en cada aldea, aunque bien que se podían permitir tener cientos de recaudadores e inspectores quitándoles hasta la última migaja del resultado de su sudor y esfuerzo. Sin un hechicero, la única defensa de la aldea contra la magia del chamán eran las cuatro reliquias de la ermita, de las cuales muchos dudaban en secreto que no fueran más que basura y chatarra sin valor.
La suerte estaba echada. En breve se produciría el ataque y las bestias se lanzarían como locos contra las defensas de la aldea. Sabían que su única esperanza era aguantar contra la horda hasta que salieran los primeros rayos del sol. Entonces, siguiendo sus incomprensibles costumbres, la manada regresaría al bosque con los trofeos que hubiera podido conseguir. Hasta el momento, todos los años, los aldeanos habían conseguido impedir que entraran en el poblado. Sabían que eso significaría el fin pues no dejarían piedra sobre piedra ni humano sin despedazar. Los campesinos luchaban por su supervivencia mientras que las bestias parecían hacerlo por diversión. Esa era su fuerza y Robert se daba ánimos y gritaba a sus compañeros mientras las primeras flechas empezaban a volar y los primeros Un-gors y Centi-gors borrachos comenzaban a caer. Sí, esta noche también resistirían, pensó.
Robert se permitió incluso esbozar una sonrisa cuando un grupo de Besti-gors cayo en una de las trampas y se empaló en las estacas del fondo de un foso oculto. Pero, de repente, un enorme balido se escuchó en la noche. El chamán gritaba con todas sus fuerzas en una llamada salvaje. El propio bosque comenzó a moverse y toda esperanza abandonó a Robert, que casi dejó caer su arco. Sobre las copas de los árboles más altos, tres bestiales cabezas cornudas se dirigían hacia la aldea. Doce brazos del tamaño de troncos de árboles, cuatro por cada cabeza, arrancaban cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. Las Gorgonas se habían sumado al ataque por primera vez. La aldea estaba perdida...