La llanura que rodeaba el Pico Mutilado, un promontorio de roca abruptamente cortado cerca de su cima, se mostraba completamente verde. Miles y miles de orcos se apiñaban en la planicie con el único objetivo de destrozar el solitario baluarte de los Señores de L'angomè. Desde hacía días, lo que en un principio era una pequeña partida de guerra que acampó a varias leguas del pie del promontorio, fue creciendo y creciendo hasta que todo lo que alcanzaba la vista estaba cubierto de hogueras, tiendas cochambrosas y precarias estructuras de madera, así como huesos, cuernos, pieles y trozos de metal herrumbroso, que se movían vestidos por masas de músculos de distintos tonos verdosos. Los defensores del baluarte habían intentado salir a rechazarlos cuando aún eran pocos, pero se encontraron con que una piara de jabalies, cabalgados por sus correspondientes jinetes orcos, se encontraban de camino al Pico y, al ruido de la batalla, aceleraron para llegar a tiempo de destrozar a los fatigados caballeros. Ahora, sus antaño lustrosas armaduras decoraban los lomos de los jabalíes. Eso, si no estaban siendo usados como ollas y sartenes. Sobre los caballeros caídos, los supervivientes preferían no planterarse que había sido de ellos.
Después de la desastrosa expedición, los soldados y caballeros del baluarte habían decidido encerrarse en su fortaleza y rezar a la Dama por la llegada pronta de refuerzos. Para su desesperación, la continua incorporación de más y mas pieles verdes les hizo comprender, finalmente, que, excepto por la llegada del ejercito del mismísimo Rey, no existía en Bretonia ninguna fuerza capaz de defenderles de la turba que se apretujaba ante sus puertas. Las noches pasaban eternas bajo los gritos y gruñidos de orcos, trolls y otras seres monstruosos. Los sitiados, agotadas sus fuerzas, apenas conseguían mantenerse en pie, y sus nervios, tensados como la cuerda de un arco, amenazaban con romperse en cualquier momento.
De repente, una mañana, lejos en el cielo, tres sombras parecieron, acercándose al bastión. Los bretonianos, con una mezcla de temor y esperanza, se esforzaban por distiguir si lo que se acercaba era su destrucción, o la última esperanza. Cuando el vigía gritó "¡Pegasos!¡Son pegasos!", el baluarte estalló el gritos de alegría. Tres pegasos no suponían nada para presentar batalla ante la horda orca, pero el control del aire podría suministrarles comida, refuerzos o, incluso, la posibilidad de evacuar la fortaleza.
Pronto, los orcos también se apercibieron de los enemigos que los sobrevolaban y empezaron a arrojarles cosas. Al ver sus proyectiles ni siquiera se acercaban a los caballos alados, una destartalada estructura empezó a elevarse entre las tropas orcas, para horror de los sitiados. En breve, un lanzapiedroz estaba lanzando su mortifera munición por los aires. Afortunadamente, los caballeros en pegaso habían sido avisados por los gritos desde tierra de sus compañeros, de modo que ascendieron aún más, alejandose del alcance de los proyectiles, que acabaron cayendo sobre las propias tropas pieles verdes para regocijo de sus enemigos.
Los pegasos, así, consiguieron aterrizar en el patio de armas y los viveres fueron rápidamente distribuidos. Sin embargo, además de alimento, los caballeros traían malas noticias. Ninguna ayuda podría venir por tierra, pues el ejercito del Rey se encontraba inmerso en otras batallas. La orden era abandonar la fortaleza. Tres personas fueron elegidas al azar para ser las primeras en retornar con los caballeros en sus pegasos y fueron despedidas por sus compañeros entre muestras de afecto y de cierta envidia. Los pegasos alzaron el vuelo y todos los demas subieron a las almenas para verlos alejarse.
De repente, el grito del vigía los hizo darse cuenta de lo optimistas que habían sido. "¡Sierpe!¡Tienen una maldita serpiente alada!". Efectivamente, una montruosa bestia alada remontaba el vuelo desde del campamento orco y se dirigía directamente hacia los caballeros y sus rescatados. Estos demostraron estar bien entrenados e, inmediatamente, se separaron volando cada uno hacia una dirección distinta. Sin embargo, la bestia que montaba la sierpe, un gigante orco negro, también era veterano de mil batallas y, en un solo gesto, lanzó su hacha contra uno de sus enemigos mientra dirigía su montura contra otro de ellos. Antes de que el primer pegaso, una de sus alas cercenadas por el hacha, se estrellaran contra el suelo junto a sus jinetes, la serpiente alada ya le había partido el cuello al otro caballo alado de un bocado. Solo uno de los pegasos había sobrevivido, aunque la serpiente alada ya se dirigía hacia él. Los sitiados vieron como ambos desaparecían en el horizonte. Querían pensar que el pegaso era más rápido, que llevaba mucha ventaja, pero no podían evitar tener negros pensamientos.
El día siguiente amaneció con un rugido ensordecedor. Los orcos atacaban. Los bretonianos se prepararon para la batalla final. No rezaron a su Dama por la victoria, sino por una muerte rápida y honorable. La marea verde chocó contra los muros del baluarte, insensible a los cientos de bajas que sufrían ante las flechas, piedras y aceites hivientes que les arrojaban los defensores. Los muros y las puertas se mantenían. Pero la esperanza duró poco. Entre los pieles verdes, un gigante se aproximaba a la puerta principal, blandiendo un enorme garrote. De dos simples golpes derribó la doble puerta, dejando desprotegida la fortaleza. Los orcos intentaron aprovechar la brecha, pero el gigante intentó pasar antes, quedándose atascado por los hombros en la arcada de entrada, para desesperación de los pieles verde. De repente, uno de los orcos, harto de estar separado de la acción por un estupido gigante, cercenó las piernas de éste, con tan mala suerte que la mole cayó sobre una peña de orcos que estaban detrás. Otro orco, que se salvó del aplastamiento por milimetros, arrojó su hacha contra el cercenador, el cual la esquivó agachándose, con lo que el arma la recibió la espalda de un orco negro, cuya peña decidió que había sido un asalto a su autoridad y que había que dar un escarmiento pronto, así que se dispusieron a rabanar a todo orco cercano, ya que no tenían muy claro quien había arrojado el hacha.
Los bretonianos contemplaban con asombro como, en breves momentos, el frente orco se deshacía mientras se masacraban entre ellos en una pelea monumental. No obstante, no perdieron tiempo en empezar a reconstruir la puerta, pues, quién sabe cuando los orcos se aburrirían de pelearse entre sí...
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