Vanarión se encaminó hacia el prado que hacía las veces de
zona de despegue y aterrizaje de su pequeño asentamiento desde que llegaron a
las tierras del Viejo Mundo. Cuando se propuso la creación de una pequeña
expedición para intentar recuperar los lazos comerciales con los Reinos Humanos
del Imperio y Bretonia, el espíritu viajero de Vanarión lo llevó a presentarse
de inmediato entre los voluntarios. Desde que nació hacía apenas un siglo, el
joven elfo se distinguió por su infinita curiosidad y su deseo de ver todo
aquello que nadie más había visto antes. Esta actitud preocupaba mucho a sus
maestros, pues, al fin y al cabo, ese tipo de curiosidad estaba muy cerca de
los preceptos del Culto del Placer, contra los que cualquier elfo debe estar
siempre precavido para no acabar como sus primos malditos. No obstante, el
Valarión fue creciendo como un elfo sano y equilibrado, conteniendo con
disciplina su curiosidad y esforzándose en canalizarla hacia la obtención de la
perfección en todo lo que emprendía.
Sin embargo, no pudo evitar un vergonzante placer la primera
vez que contempló el vuelo de una escolta celeste. Guiada por una majestuosa
águila gigante y un contenido destello de magia, el casco de preciosas maderas
se fue elevando poco a poco, llevándose a sus dos tripulantes hacia un cielo
azul brillante, donde desde aquel día se depositaron los sueños de Valarión. El
joven elfo había encontrado su destino y enfocó sus esfuerzos en poder
surcar los cielos. Pronto se dio cuenta de que tanto los Fenix, dedicado casi
en exclusiva para su Guardia de mismo nombre, como los Dragones, monturas casi exclusivas de
las clases más nobles, se encontraban muy lejos de sus posibilidades. De tal
manera que decidió solicitar una plaza en la Escolta Celeste. El camino no fue
fácil, pero tras unas décadas, consiguió graduarse y obtener un puesto de
copiloto en una de las naves escolta.
Así viviera mil años, el recuerdo de su primer ascenso al
cielo, pese a necesitar de casi toda su atención para no desencadenar la ira del piloto, quedó grabado a fuego en su alma. El cosquilleo en el pecho cuando
la nave se desprendía de su peso y empezaba a flotar. La sensación de
irrealidad cuando superaba la mayor altura a la que hubiera ascendido nunca. La
gloria de superar las más altas cimas de su tierra y verlas desde arriba. Por
desgracia, la nave pronto se dirigió hacia el mar, en sus tareas de vigilancia
de las fronteras marítimas de la nación elfa, y los suaves prados, los verdes
bosques, los especulares lagos y las vetas grises que se atisbaban entre las
nevadas montañas dieron paso al infinito azul del gran océano. Aunque la
irrupción de algún Leviatán, o de alguna nave, generalmente de los exploradores
humanos, rompía la monotonía marina, Valerión pronto deseó volver a sobrevolar
los campos y ciudades. Razón por la cual no tuvo ninguna duda en cuanto se le
propuso viajar al Viejo Mundo en misión de exploración.
Y allí se encontraba ahora. Presto para realizar el primer
vuelo desde su nuevo asentamiento. De nuevo la nave ascendió suavemente para
sobrepasar la altura de los arboles cercanos. Sin embargo, la vista del Viejo Mundo
le resultó a Vanarión mucho más agreste que la de su tierra natal. Los bosques
crecían en algunos lugares como tumores verdes sin controls,
mientras que en otros eran ulcerados por toscos caminos de piedra que los
partían sin ningún criterio estético. Aquí y allí se alzaban las ciudades de
los Humanos. Burdos amontonamientos de rocas, aferrados al suelo en contraste
con las gráciles torres élficas que intentaban acariciar los cielos. Además,
en las más grandes de la ciudades humanas, Vanarión observó entre asqueado y
sorprendido como éstas se encontraban cubiertas por una pestilente nube de humo
y cenizas, provenientes de grandes chimeneas. Afortunadamente, el capitán de su
nave se apartó de las zonas pobladas y encaminó su misión de exploración hacia
las montañas cercanas. Una de sus prioridades era localizar los asentamientos
de los peligrosos Enanos, a los que convenía tener alejados el mayor tiempo
posible para evitar cualquier pelea absurda.
Sin embargo, antes de alcanzar las primeras cumbres, el
estruendo de una batalla les hizo variar el rumbo. No muy lejos, el brillo de
las armaduras de múltiples caballeros humanos, posiblemente de Bretonia,
parecía aguardar sobre una colina mientras una inmensa horda de tonos marrones
y verdosos llenaba desordenadamente un valle de lado a lado. “Orcos”. Vanarión
rescató el nombre de su memoria. En toda su corta vida, los pielesverdes apenas
habían llegado a pisar la patria élfica, pero en su instrucción, todos los
elfos aprenden la ferocidad y salvajismo de esa raza destructora. El capitán
giró ligeramente la nave para ponerla en una mejor posición cuando, de repente,
varios de los jinetes humanos parecieron despegar en el aire. “¡Pegasos!¡Tienen
pegasos!”. El gruñido del capitán hizo que Vanarión volviera a concentrarse en
el timón, aunque seguía observando de reojo la batalla y tuvo que morderse la
lengua para no volver a enfadar a su superior, cuando un par de Hipogrifos
también alzaron el vuelo.
Con superioridad aérea, el combate parecía inclinarse hacia los humanos.
Sin embargo, de repente, acompañado de un rugido ensordecedor de la horda, dos
sierpes aladas aparecieron desde el horizonte y se dirigieron directamente
hacia la flota humana mientras sus tropas terrestres aprovechaban para hacer un
asalto a la colina. Las tornas de la batalla parecían haber cambiado. Justo en
ese momento, para sorpresa de Vanarión, un ronco sonido de cuerno sonó en un
bosque cercano y cientos de halcones gigantes salieron como flechas de su verde
cobertura. A sus lomos, gráciles figuras se mantenían en equilibrio y lanzaban
flechas contra la marea verde. “¡Silvanos!”, no pudo evitar exclamar Vanarión. No
obstante, su capitán a penas lo había escuchado. Su vista estaba fija en el
bosque como si pudiera ver debajo de las copas de los frondosos árboles… “¿Dónde
está el resto…?¿por qué solo los Halcones?... Como en respuesta a sus
cuestiones, un enorme árbol del linde del bosque se derrumbó con estrépito
arrastrado por la caía de una gigantesca criatura cornuda, mezcla de animal y
gigante. Antes de que pudiera recuperar el pie, el Cigor murió atravesado por
una decena de lanzas que prontamente se giraron para que los guerreros silvanos
se enfrentaran a una manada de humanoides caprinos salidos del mismo bosque. “Esto
no es una pequeña escaramuza”, le gritó el capitán. “Estamos viendo una gran guerra
y los nuestros tienen que saberlo. ¡Vuela rápido timonel!”